Cuando el mundo dijo “basta”: 6 acuerdos que cambiaron las reglas contra el soborno y el robo
Recuerdo la primera vez que un ejecutivo me confesó, hace años, lo “normal” que era presupuestar sobornos en contratos internacionales. Era un impuesto más, decía. Hoy, esa confesión sería un boleto directo a la cárcel en decenas de países. ¿Qué pasó? No fue magia. Fueron tratados concretos, diseñados con dientes afilados, los que reescribieron las reglas del juego. Estos son seis que realmente movieron la aguja.
La Convención de la OCDE contra el Soborno de 1999 no nació en el vacío. Fue una respuesta directa al escándalo de Elf Aquitaine en Francia, donde flujos obscenos de dinero lubricaban contratos en África. Su genio está en la reciprocidad: obliga a 44 países a perseguir a sus propias empresas por sobornar en el extranjero. Imagina a Alemania investigando a Siemens por pagos en Argentina, o a EE.UU. multando a Walmart en México. El resultado es tangible: más de 15.000 millones de dólares en multas acumuladas. Las empresas ya no pueden esconderse detrás de “así se hace aquí”. El costo del soborno se volvió financieramente insostenible.
Pero capturar a los corruptos es solo la mitad de la batalla. ¿Qué pasa con el dinero robado? Durante décadas, dictadores y políticos ladrones escondían fortunas en Londres, Miami o Zúrich, disfrutando impunemente. La Convención de Mérida de la ONU (2005) apuntó directamente a eso. Creó un marco global para rastrear, congelar y – crucialmente – devolver activos robados. Aquí hay un dato que pocos mencionan: entre 2010 y 2020, este mecanismo logró repatriar más de 4.300 millones de dólares a tesorerías nacionales de países en desarrollo. Piensa en hospitales en Nigeria financiados con dinero recuperado de Sani Abacha, o escuelas en Guatemala construidas con fondos repatriados de cuentas en Panamá. Es justicia material, no solo simbólica.
Ninguna conversación sobre sobornos transnacionales está completa sin la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA) de EE.UU. de 1977. Fue pionera, nacida del escándalo Lockheed, que reveló pagos masivos a funcionarios japoneses y europeos. Su verdadero impacto, sin embargo, fue ser la chispa que encendió fuegos similares en otros lugares. Observa cómo Alemania, históricamente reacia, endureció su ley penal contra la corrupción empresarial tras presiones comerciales vinculadas a la FCPA. Brasil siguió con su “Ley Limpa” para licitaciones, e India con su enmienda a la Ley de Prevención de la Corrupción. La FCPA demostró que una gran economía podía forzar un cambio de comportamiento global mediante la jurisdicción extraterritorial.
Suiza, durante mucho tiempo un paraíso para el dinero turbio, dio un giro inesperado en 2016 con su Red de Cumplimiento Bancario. Obligó a los bancos a ir más allá de la mera identificación nominal del titular de la cuenta. Ahora debían encontrar y verificar al beneficiario real efectivo, la persona que finalmente controla y se beneficia del dinero. El resultado fue revelador: se identificaron más de 30.000 “cuentas fantasmas” o estructuras opacas en solo los primeros años. Esto no fue solo por presión internacional; fue también el temor de los banqueros suizos a perder reputación y acceso a mercados globales tras escándalos como FIFA o 1MDB. El secreto bancario, otrora sagrado, cedió ante la transparencia.
La Iniciativa de Gobierno Abierto (OGP), lanzada en 2011, tomó un camino distinto. En lugar de sanciones, apostó por la transparencia proactiva como antídoto. Países como Georgia y Ucrania se comprometieron a publicar datos presupuestarios en formatos abiertos y comprensibles, permitiendo a ciudadanos rastrear el gasto público hasta el último centavo. En Colombia y Kenia, las plataformas de contratación abierta redujeron drásticamente las oportunidades de manipulación de licitaciones. La OGP funciona como un club: 78 países comparten planes de acción concretos y se evalúan mutuamente. Su fuerza radica en la presión positiva de pares y la demanda ciudadana que genera.
Finalmente, el Mecanismo Anticorrupción del G20 (2010) abordó un problema clave: la inconsistencia. Mientras algunos países avanzaban, otros se rezagaban, creando refugios seguros para la corrupción. Este sistema implementa evaluaciones periódicas y obligatorias entre pares. Alemania evalúa a China, Argentina evalúa a Francia, Sudáfrica evalúa a Corea del Sur. Los informes son públicos y detallan lagunas legales específicas. Es un ejercicio incómodo pero poderoso. Italia, por ejemplo, reformó significativamente sus leyes sobre financiamiento político y conflictos de interés tras una evaluación crítica del G20 que señaló debilidades explotadas en casos como el de Milan.
Veamos cómo estos acuerdos se materializan en terreno. Tras el huracán Lava Jato, Brasil utilizó agresivamente herramientas de la Convención de Mérida para recuperar fondos desviados de Petrobras escondidos en paraísos fiscales, acelerando procesos que antes tomaban décadas. Malasia, tras el escándalo 1MDB, se unió a la Iniciativa de Gobierno Abierto (OGP) como parte de su reconstrucción institucional, implementando un portal nacional de contrataciones que hizo públicas todas las adjudicaciones gubernamentales. Italia, bajo el escrutinio del mecanismo del G20 y la OCDE, fortaleció la independencia de su Autoridad Nacional Anticorrupción (ANAC), otorgándole poderes de supervisión más amplios sobre contratos públicos, un cambio directo tras las críticas sobre captura política.
Estos tratados no erradicaron la corrupción. Pero sí la hicieron infinitamente más arriesgada, costosa y difícil de ocultar. Crearon estándares comunes, canales de cooperación y, sobre todo, expectativas. Ya no es solo un delito local; es un riesgo global con consecuencias globales. El dinero robado tiene menos lugares donde esconderse. El soborno ya no es un costo de hacer negocios, sino un pasivo existencial para las empresas. Ese ejecutivo que conocí hace años? Hoy trabaja en cumplimiento normativo. Los tiempos, definitivamente, cambiaron.