A menudo miramos a los políticos y diplomáticos para resolver los grandes problemas de la humanidad. Pero mientras ellos debaten, existe otro tipo de colaboración que ha logrado avances que parecían imposibles. He pasado meses investigando estas alianzas científicas que operan en los espacios donde la política falla, y lo que he descubierto cambia por completo nuestra comprensión de lo que es posible cuando compartimos conocimiento.
La historia de la erradicación de la viruela debería enseñarse en todas las escuelas. Durante los años más tensos de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética acumulaban armas nucleares, sus científicos trabajaban codo con codo. Lo extraordinario no fue solo la coordinación de campañas de vacunación masiva en más de 50 países, sino cómo los soviéticos compartieron gratuitamente 450 millones de dosis de su vacuna liofilizada estable al calor. Mientras los misiles apuntaban entre Washington y Moscú, los técnicos de ambos países transportaban muestras de virus en hielo seco a través de fronteras cerradas. Esta colaboración silenciosa demostró que la supervivencia humana puede trascender incluso las divisiones más profundas.
El Proyecto Genoma Humano representa quizás la empresa científica más generosa de la historia moderna. Lo que pocos saben es que cada viernes a las 5 PM, sin falta, todos los datos nuevos se hacían públicos inmediatamente. Los científicos de veinte países acordaron que ningún gen podría ser patentado. Este principio de código abierto aceleró la investigación médica de forma incalculable. Lo más sorprendente es que el consorcio internacional compitió directamente contra Craig Venter y Celera Genomics, una empresa privada que intentaba patentar genes. En lugar de sabotearse, esta competencia duplicó el ritmo de descubrimientos. Terminamos con el genoma completo años antes de lo previsto porque tanto los científicos públicos como los privados publicaban sus hallazgos simultáneamente en Science y Nature.
En el lugar más inhóspito de la Tierra, donde las temperaturas caen a -80°C, funciona una colaboración que desafía la imaginación. El Observatorio de Neutrinos del Polo Sur enterró más de cinco mil sensores ópticos bajo el hielo antártico. Estos detectores capturan partículas cósmicas que han viajado a través del universo durante millones de años. La infraestructura es tan costosa que ningún país podría financiarla solo. Pero lo verdaderamente innovador es cómo gestionan el conocimiento. Cada institución participante, desde la Universidad de Tokio hasta la de Berkeley, aporta especialistas diferentes. Los teóricos alemanes analizan datos junto a ingenieros suecos que mantienen los equipos funcionando en condiciones extremas. Han creado lo que llaman “ciencia por turnos”, donde el conocimiento se traspasa continuamente entre equipos que nunca se encuentran físicamente.
La Bóveda Global de Semillas de Svalbard parece sacada de una novela de ciencia ficción. Excavada profundamente en una montaña ártica, protegida por puertas de acero y permafrost natural, almacena duplicados de casi todos los cultivos alimentarios del planeta. Lo que pocos conocen es que ya ha demostrado su valor. En 2015, investigadores del Centro Internacional de Investigación Agrícola en Zonas Áridas evacuaron Alepo durante la guerra civil siria. Pudieron reconstruir su banco genético en Marruecos y Líbano usando semillas que habían depositado previamente en Svalbard. Esta bóveda funciona como un seguro colectivo para la humanidad, donde naciones que no se hablan políticamente protegen mutuamente su herencia agrícola.
El CERN merece reconocimiento no solo por el bosón de Higgs, sino por crear un modelo único de gobernanza científica. Físicos israelíes e iraníes colaboran diariamente en experimentos que requieren precisión extraordinaria. Países que mantienen relaciones diplomáticas tensas comparten responsabilidades sobre equipos que cuestan miles de millones. Lo más fascinante es cómo han institucionalizado la colaboración forzada. Cada componente del Gran Colisionador de Hadrones fue construido por diferentes consorcios internacionales. El resultado es que nadie puede retirar su contribución sin paralizar todo el sistema. Han creado dependencia tecnológica mutua como estrategia de cooperación.
Estos proyectos comparten patrones fascinantes. Operan con presupuestos que superan los programas espaciales de países medianos, pero los costes se distribuyen tan ampliamente que cada participante paga menos de lo que gastaría solo. Han desarrollado protocolos para compartir datos antes de su publicación, confiando en que el crédito científico se asignará correctamente. Y quizás lo más importante, han creado redes de confianza entre investigadores que trascienden los cambios políticos en sus países de origen.
La lección que emerge de estudiar estas colaboraciones es que la ciencia ha desarrollado su propia diplomacia paralela. Mientras los gobiernos negocian tratados que pueden romperse, los científicos construyen interdependencias técnicas que persisten. Un físico pakistaní no necesita visado para acceder a los datos del detector ATLAS del CERN. Una investigadora rusa puede contribuir al análisis de neutrinos antárticos sin importar las sanciones económicas.
Estas alianzas representan quizás la forma más sofisticada de internacionalismo que hemos creado. No se basan en ideologías compartidas ni en intereses económicos inmediatos, sino en la comprensión de que algunos desafíos simplemente no pueden resolverse desde el aislamiento. Han convertido la colaboración transnacional en una necesidad práctica más que en un ideal filosófico.
Lo que comenzó como esfuerzos aislados se está convirtiendo en un ecosistema global de cooperación científica. Las lecciones de estas cinco alianzas ahora informan nuevos proyectos para mapear el cerebro humano, desarrollar energías de fusión y monitorear el cambio climático. Están creando lo que podría llamarse una infraestructura de conocimiento global, tan esencial para nuestro futuro como las carreteras y puentes lo fueron para nuestro pasado.
Al final, estos proyectos demuestran que compartir conocimiento no diluye el crédito, sino que lo multiplica. La verdadera competencia científica no ocurre entre naciones, sino entre nuestra curiosidad colectiva y los límites de lo que podemos lograr juntos. Mientras existan problemas que ningún país pueda resolver solo, estas alianzas seguirán expandiendo lo que significa colaborar a escala humana.